sábado, 19 de marzo de 2016

CANICAS Y FINALES QUE NO SON TRISTES



Yo tenía tres grandes amigos cuando era niña. Germán, Fran y Óscar. Con Óscar iba al jardinillo porque su madre y la mía eran amigas y quedaban a merendar bajo los castaños de indias. Con Fran, jugaba en la plaza frente su casa. Su padre y el mío trabajaban y actuaban como dos caciques en la misma zona, y tenían momentos de idilio y momentos de odio visceral. 

Germán siempre fue más misterioso. Sus padres eran muy serios, siempre vestían de negro. Él no solía quedarse a jugar después de clase. Era más alto y más rubio y tenía el pelo más largo. No se reía tan a menudo. Se notaba que pasaba algo dentro de su cabeza que nadie podía averiguar. Yo sentía una especie de adoración por él (a pesar de que, y esto lo recuerdo bien, un día le pillé limpiándose los mocos con la manga del babi de parvulitos).

Crecimos juntos y juntos íbamos pasando de curso y de profesoras. Corríamos por el patio del colegio. Dábamos patadas a un balón (ni siquiera lo llamaría fútbol) en la currupia. Jugábamos a las canicas. Competíamos entre nosotros por sacar las mejores notas. Y por hacernos reír y hacer reír al resto de la clase. Una vez escribí una redacción sobre la marabunta que se montaba en el aula al sonar el timbre, y la leí en clase y cuando todos estallaron en carcajadas, me quedé asombrada. ¡Mis palabras eran capaces de provocar que treinta rapaces se retorcieran de risa! Me pareció milagroso. Pensé: a eso quiero dedicarme, a provocar sentimientos con lo que escribo. A hacer a la gente reaccionar, a despertarlos o, aunque suene cursi, hacerlos soñar.

Porque yo soñaba despierta. Era una niña redonda, de ojos grandes. Curiosa. Inocente. Colocaba mi tres muñequitos de goma sobre el piano en las clases de música. Y hablaba con ellos entre sonata y fuga. Convertía las borlas de mi bufanda en dos bichos peludos, y hablaba con ellos entre fuga y sonata. Hablaba sola. Canturreaba melodías inventadas. Leía con fruición. Vivía fuera de la realidad, que es donde deben vivir los niños.

Y no quería crecer.

No quería convertirme en una de esas chavalas de pechos grandes de las clases mayores que se reían tontamente cuando aparecía un chico. Había una rubia que era interna, venía de una aldea perdida. Cuando jugaba al brilé sus pechos subían y bajaban por debajo del polo blanco. Me parecía raro. Me parecía incomodísimo. Y olía a un sudor distinto al del resto. Mareante. Me alejaba de ella y de las que olían como ella todo lo que podía.
No quería que mis amigos, por ser chicos, estuvieran al otro lado de esa barrera invisible que los separaba de las chicas.
Me resistí con fuerza. Logré ser una adolescente tardía, pero finalmente me convertí en eso. Y sí, mis amigos se disgregaron. La infancia se acabó. Luego los he vuelto a encontrar, a Óscar lo visité en Madrid, pero estaba estudiando no sé qué ingeniería y tenía la mirada perdida absorta en números. No me prestó la más mínima atención. Me partió el corazón. A Fran lo veo alguna vez, no ha tenido una existencia fácil, se ha atascado en algún lugar dentro de sí mismo. Y la esquela de Germán apareció hace unos días pegada en una esquina entre dos calles.


Esto no es post triste y no busco un final triste, la vida sigue, seguiré soñando (y espero, haciendo soñar). Allá donde estés, Germán.