martes, 27 de octubre de 2015

HEIDI SE VA AL BIERZO



Hay veces en que me siento un poco Heidi con unas gotas del Padrino.
Me entra como una nostalgia de una infancia agreste, de ovejas, mastines y sembrados. Ojo, una infancia real, no inventada. Hablo de cosas que me sucedieron: la majada de mi padre, los huevos de pata en el pajar, las ovejas recién paridas y el mastín comiéndose la placenta. Cosas hermosas y cosas sucias, pero siempre cosas vivas.
Por eso es una nostalgia difícil de entender por aquellos que crecieron en una ciudad. O más bien, imposible de experimentar. ¿No?
O lo viviste o no lo viviste, joder.

Eso me pasó hoy. En la presentación de los vinos del Bierzo en el hotel Palace de Madrid. Todas esas bodegas, todos esos vinos del reino de la Mencía. En medio del runrún y del caos de Madrid, sí. Pero las uvas crecen al aire libre, en terrenos que expresan toda su potencia en esa fruta. Hablamos de la tierra, ni más ni menos.
Ahí estaba yo, escapada de mi redacción, con una hora justa para viajar de un extremo a otro del Bierzo. Había bodegas jóvenes, y bodegas de toda la vida remozadas, de las que mi abuelo encargaba al gaseosero, una caja cada semana (Bodegas Guerra con mi amigo Mario Rico). Había bodegas exquisitas (Losada con su magnífico La Bienquerida) y bodegas de locos amantes del vino (Demencia Wine de Nacho León). Y Pitacum y Domino de Tares. Y más locos, un tipo que vivía en un barco en la costa y decoraba sus etiquetas con imágenes pintadas a mano de barcos y mares (Almázcara Majara).



Había un público variopinto, concentrado en probar y tomar notas misteriosas en pequeñas libretas y dictar veredictos. Un hombre mayor con traje cruzado príncipe de Gales me contó que había sido ingeniero de minas en el Bierzo, que allí había probado las mencías, que por entonces para lo que servían era para desatascar tuberías. Que ahora era se había convertido en uva con una expresión arrasadora.
Arrasadora.
-Han cambiado mucho –me dijo- Para mejor.
-Las minas también –añadí.
-Para peor –concluyó y me aconsejó: -El vino hay que beberlo despacio, como la vida.
Y de qué estamos hablando este hombre y yo: del fruto de la tierra. ¿Y quiénes son los bodegueros locos o cuerdos, clásicos o hipsters? Labradores, ¿no?


Pues eso, entre Heidi y un poco del aire mafioso del Padrino: yo conozco el secreto, vosotros no.

sábado, 17 de octubre de 2015

TODAS ESAS COSAS RARAS



Hoy han sucedido todas esas cosas raras. Hoy ha sido uno de esos días.

Cuando desciendo la cuesta de mi calle, dos policías aparecen repentinamente de la nada: han saltado una tapia y se deslizan pegados a ella, mirando a todos los lados como si alguien los siguiera, hasta alcanzar su vehículo azul. El vehículo azul sale haciendo un derrape calle abajo.

Paso frente a una tienda de comida made in usa adornada con una ridícula profusión de calabazas de Halloween. Entre las tartas de zanahoria y las cajas de comida precocinada, una anciana gitana con su moño de cabello blanco, su falda tubo, su toquilla negra y sus zapatillas de andar por casa, mueve los brazos dando explicaciones. Me pregunto qué busca allí.

Descubro en mi barrio un quiosco polvoriento que está de liquidación. En el escaparate veo una caja con terroríficos dinosaurios de goma y entro para comprárselos a mi hijo. Mientras el tipo me cobra le digo por dar conversación:
-Así que de liquidación.
-Sí. Me voy a jubilar a los 62.
-Qué suerte.
-Me lo merezco. Estuve 30 años de marino, sin ver a mi familia en meses. Y cuando dejas la mar... en tierra adentro, dices, necesito hacer algo. Uno puso una granja de perdices, otro camionero, yo dije, un negocio tranquilo. Pero estos años no ha ido bien la cosa, así que para qué seguir.
El tipo, elegante y con una impecable camisa Oxford, se mueve entre las estanterías medio vacías buscando algo. Finalmente encuentra una bolsa usada, la sacude en el aire, introduce dentro la caja de dinosaurios y me acompaña a la puerta. Se queda allí con las manos dentro de los bolsillos del pantalón.

Paso frente a las ventanas abiertas de un bajo donde habita una familia gitana: todas las luces están encendidas y hay una pantalla gigante de televisión en cada habitación.

Cuando voy a tirar la basura, un hombre tiene medio cuerpo metido en el contenedor de papel. Lo observo de reojo mientras me deshago de las botellas, un cava, varias cervezas, un vino del Bierzo, cras, cras, ahí va una semana de vida social casera, pienso, mientras me percato de que el hombre sostiene una percha metálica en la mano y la utiliza a modo de anzuelo para intentar pescar algo dentro del contenedor. Logra sacar una cazadora, unos pantalones, un cinturón. El tipo tiene el cabello rizado y lleva pantalones de pinzas. Es aseado, de cuarenta, parece avergonzado, mira a hurtadillas a su alrededor. Se pasa un pañuelo blanco por la frente. Coge aire, mete la cabeza dentro del contenedor de nuevo. Lo primero que se me ocurre: su novia lo ha echado de casa después de una bronca monumental y ha tirado toda sus cosas al contenedor de papel. Pero entonces el tipo extrae de allí un mono de raso negro muy sexy y muy femenino, lo alisa con la palma de la mano y se lo coloca por encima como para comprobar si le quedaría bien.

Justo antes de que cierren el supermercado, entro a por un capricho de última hora. Compro queso brie, pan y un tarro de pimientos asados. Entre las latas de aceitunas hay un loro que emite salsa a todo volumen. Todos los empleados son latinoamericanos. Cuando voy a pagar, me doy cuenta de que no tengo ni un duro. El cajero, un tipo no muy joven, dice con acento colombiano:
-Lo mínimo para pagar con tarjeta son diez euros... Pero aunque lo tuyo es menos, yo quiero ser tu amigo.
Sonrío, gracias, gracias.
-Me gusta tu tarjeta negra. ¡Qué banco tan raro...! ¿Por qué lo elegiste?
-Por la hipoteca -contesto-. Estoy atada a él de por vida. Hasta los 65.
-Yo llevo trabajando desde los 13. Y muchos años no he tenido ni vacaciones. A veces estoy cansado, muy cansado. ¿No te pasa lo mismo? ¿Tú trabajas? ¿A qué hora sales? ¿Adónde vas de vacaciones? ¿Conoces Colombia? ¿Te gustaría venir conmigo?

Salgo corriendo a la calle.

domingo, 4 de octubre de 2015

LO QUE SE ESCONDE TRAS LA MÚSICA QUE TE CONMUEVE


Lo que se esconde tras una música que te conmueve.
Nadie lo sabe.
Ni tú mismo.
Cada vez que escucho Liebenstraum nr 3 de Liszt es como si llegara irremediablemente al final de algo que me produce una terrible nostalgia dejar atrás.
El piano avanza suavemente hacia un abismo, muy quedo, muy dulcemente avanza.
Y se desboca.
Mi madre se sienta en el brazo del sofá del vestíbulo para escucharme tocar esa melodía. Lleva una falda tubo y un jersey de angora. Se ladea una gordita de punto que se pone cuando va a salir. Me escucha con sus oscuros ojos brillantes.
Ella piensa que toco bien.
Ha puesto todo su empeño en que aprenda a tocar, en que me levante más temprano que el resto para ir al aula de música, en que salga más tarde que el resto, en que practique a todas horas.
Ella va y viene, atareada con sus mil quehaceres de madre emprendedora. Pinta, cocina, cose, lleva las cuentas. Se da sesiones de quimioterapia.
Mi madre piensa que toco bien.
Yo sé que no, yo sé que soy mediocre. Pero delante de ella, ataco con brío el Liebenstraum de Liszt. Me lo he aprendido de memoria. He aprendido cuándo toco el pedal, cuando suena molto agitato, cuando desciende suavemente hasta el andante. Es la única pieza que he logrado tocar pasablemente.
Ella piensa que todo lo toco bien.
No puedo defraudarla.
¡No!
Aunque.
En realidad no sé lo que piensa mi madre.
No lo sé y jamás lo sabré.
Mi madre que murió una tarde otoño cuando yo estaba preparando las fugas y las sonatas de cuarto de piano.
Por eso, cuando escucho Liebenstraum es como si llegara irremediablemente al final de algo que me produce una terrible nostalgia.
Aunque.
Jamás escucho Liebenstraum de Liszt.




jueves, 17 de septiembre de 2015

MIRA MI BRAZO TATUADO... Y SUEÑA CON ESCRIBIR


Era un tipo de corta estatura, músculos marcadísimos y tatuajes en los bíceps. Trabajaba de policía en una comisaría de un barrio duro y por las noches, de portero de discoteca. Tenía que pagar a varios hijos de varias mujeres distintas, y no le daba el sueldo de poli para tanto. Ladeó la gorra, se colocó las gafas de espejo, dijo arrastrando la voz: “Yo lo que quiero hacer en la vida es escribir”.
Contuve la respiración.

Resulta que es así. Estamos rodeados de gente que quiere escribir. Lo que me preocupa es que no exista en la misma proporción gente que quiera leer. Si todos escribimos, ¿quién lee?
Las editoriales se quejan de que han caído en picado los índices de lectura. Pero ¿y los índices de escritura? Me pregunto: ¿acaso los que escriben no leen? Porque yo leo, y leo, con una especie de compulsión peligrosa, adicta, el día que no leo, me siento culpable. El día que no escribo, desolada.
Así que ¿las actividades de leer y escribir no son consecuencia una de la otra?
La cuidadora que tengo en casa me dijo un día:
-Hay un vecino que me encuentro cuando saco a pasear al perro que  es escritor. Le conté de usted. Y ahora tiene muchas ganas de enviarle su libro.
Claro, repliqué con la boca pequeña, que me lo envíe.
Jamás me lo envió. Nos intercambiamos un par de correos educados. Intenté imaginar de qué podría escribir un tipo que me había confesado que, como no le gustaban los libros de las librerías, había decidido fabricar (sic) los suyos propios.

Luego están los escritores poetas. El farmacéutico de la esquina, un funcionario de Hacienda que mata el rato escribiendo coplillas, periodistas y pensionistas, un abogado. Esos no quieren escribir poesía, esos se dicen poetas, nacieron poetas.
¡Qué manía con la vocación!
¡Pasemos a la acción!
Yo lo que quiero en la vida es escribir.
No quiero ser escritora, quiero escribir.

Eso ya lo dijo el poli tatuado: no quería ser escritor, quería seguir siendo poli y a la vez seguir escribiendo. Aquel día, mientras me contaba su historia, me devané los sesos pensando en qué tipo de consejo darle, qué tipo de historias podría escribir alguien que al hablar se comía las eses y el final de las palabras y que intercalaba un joder-hijodeputa en cada oración. Y entonces va el tipo y de su mochila extrae ¡dos novelas publicadas! Me fui a casa desconcertada, con dos novelas a la espalda.
Y tenían fuerza. No era una escritura exquisita, pero era eficaz, contundente, brutal.
Jamás lo volví a ver. Al que quería escribir y no, ser escritor.
Porque hay una diferencia. De planteamiento básico, de ego, de humildad, de fe.

Yo quiero escribir, no ser escritora.