miércoles, 21 de agosto de 2013

¿ERES BIPOLAR O TE GUSTA CONDUCIR?



El Mercedes del millón de kilómetros. Así lo llaman. A mi coche.
En realidad no es solo mío, es también de mis hermanos. Lo heredamos de tito Miguel (léase abuelo). A mí me gusta conducirlo. Es de color azul cielo, el salpicadero imita madera y todo en su interior es cuadrado, esquinado, muy, muy masculino. Y luego está el volante de cuero, la rígida palanca de cambios, los rígidos asientos. Igual que un tanque. Eso es, sabes que jamás te defraudará: el diseño alemán tradicional. Quizá porque he vivido muchos años en Alemania lo entiendo y lo valoro.

Mi abuelo Miguel nunca visitó Alemania. Una pena, le hubiera gustado: carreteras rectas y aprecio por las líneas gruesas. Aprecio por la maquinaria pesada. Por hacer las obras con rotundidad, revolcándose en el barro. Todavía recuerdo cómo adoquinaban las calles del casco antiguo de Berlín: a mano, handgemacht.

Pero me estoy desviando. Hablaba de cómo me gusta conducir el Mercedes 300 de mi abuelo. Aunque en general, me gusta conducir. A los 16 años mi padre me llevó al monte de encinas cerca de mi pueblo para darme las primeras lecciones. ¡Oh, ah, la mayor quería aprender a conducir! Más bien, debía aprender. Si vives en un pueblo tienes que conducir. O caes en el aburrimiento o en el ostracismo. Yo lo deseaba con todas mis fuerzas. Pero la experiencia con mi padre fue, como suele pasar, un desastre, me gritó, me llamó inútil, discutimos. Decidí apuntarme a una autoescuela. Y  en el verano que cumplía los 18 saqué el carnet. Mi primer coche, que llegó ese mismo mes, fue un Citroen AX Negro. Mío  y de mis hermanos, claro.

El AX nos duró casi 14 años. Sufrió golpes, abolladuras varias y, finalmente, una noche de mayo se quemó hasta el chasis. Gracias a Dios me dio tiempo a escapar. O sea, me salí de la M-30, recorrí a trompicones un descampado, di varias vueltas de campana, me estrellé contra una roca y, cuando completamente aturdida, comprobé que estaba entera, que no me faltaba ningún trozo de mi cuerpo, me quité el cinturón, salí a un descampado y... se me olvidó apagar el contacto. El coche estalló en llamas. Requiescat in pace.

Luego vino un Citroen Saxo, por fin, solo mío. Una carraca que yo ponía a 150 y parecía que la carrocería iba salir volando en pedazos por el aire. ¡Ese estruendo! Menos mal que entre medias pude conducir el Mercedes de tito Miguel y el Mercedes E 320 de mi padre. Lo curioso es que con cada coche desarrollé una personalidad. Con el AX, agresiva. Con el Mercedes 300, cabeza dura, poderosa, nada se me ponía por delante. Con el Mercedes de mi padre, lazy, magnánima. Quizá sea por el asunto de las marchas automáticas, te hacen mirar a los demás vehículos por encima del hombro. Ahora tengo un pequeño Peugeot negro y me hace comportarme como alguien rápido, práctico y que va al grano.

Pero lo que más me gusta sigue siendo el Mercedes del millón de kilómetros. Duro, robusto. Tal y como me siento: Superheroína del Noroeste. Con ese coche podría ir a Alemania o a Siberia, y volver. Nada me detendría.

En realidad me da miedo ese automóvil. Me da miedo el espíritu que lo mueve, que acabe abduciéndome. Tito Miguel cometió algunas tropelías montado en ese Mercedes. Como el día que había unas vallas en la calzada y se formó un miniatasco en mi pueblo. Mi abuelo salió del coche, dejó el motor al ralentí, cogió las vallas amarillas, las levantó una por una por encima de su cabeza y las envió directas a la zanja que protegían. Eso es. Con ese coche nada se te pone por delante.
¡Cuidado conmigo, conductores! 

sábado, 10 de agosto de 2013

TATUAJE O UNAS GOTAS DE CONTRACULTURA



A los 25 años me hice un tatuaje. En aquella época yo vivía en Londres, trabajaba a salto de mata, salía con el batería de una banda de rock, y decidí que era el momento de poner en mi vida unas gotas de contracultura.

El batería, que a su vez estaba tatuado, me espetó después de uno de sus conciertos que yo no estaba hecha para los tatuajes. Me enfadé con él y lo mandé a la mierda. Pero a los dos días me llevó a un antro donde se tatuaban las estrellas del rock, o eso dijo, y me dejó allí sola. Después de investigar todos los álbumes de diseños que me mostraron elegí un dibujo celta. En aquel momento yo me sentía muy del noroeste y muy lejos del Mediterráneo. Leía literatura sobre los celtíberos de la península ibérica, y sobre los pobladores prerromanos de las islas británicas. Leía autores anglosajones, intentaba descifrar la epopeya de Beowulf, me entusiasmaba con Stonehedge. Digamos que atravesaba una etapa mística-salvaje (también llamada kitsch). El diseño que elegí era un pájaro doblado sobre sí mismo que significaba, para los celtas, paz y amistad. Y después de pasar más de una hora de sufrimiento, de escuchar el chirrido de la aguja, de raspones y pinchazos, mi novio-batería me recogió entusiasmado conmigo, con mi tatuaje y con una guitarra de segunda mano que se acababa de comprar.

El tatuaje no cayó muy bien en mi familia. Una cosa era que mi abuela tarareara con sentimiento los versos de Concha Piquer, “Mira tu  nombre tatuado/ en la caricia de mi piel...”, y otra que su nieta llevara un tatuaje. ¿Y cuándo fuera adulta qué? ¿Qué pensaría la gente de mí? (Para ella, con 25, yo aún no había alcanzado la categoría de adulta).

Han pasado los años y ya nadie se fija en mi tatuaje. De hecho, tatuarse se ha convertido en una nimiedad, como hacerse el agujero para el pendiente. Ya no solo se tatúan las estrellas de rock, lo hacen las adolescentes, las amas de casa, hasta los funcionarios. En mi gimnasio me encuentro tatuajes de todo tipo. Con caracteres chinos, con dibujos de estilo budista, con cenefas geométricas. Ayer en la piscina vi una chica que llevaba en la espalda dos alitas. Y otra, que tenía sobre los omóplatos dos símbolo verticales, como los dibujos tallados en los instrumentos de cuerda, que la hacían parecerse a un contrabajo (la amplitud de sus caderas contribuía a reforzar esa impresión). También he visto otros terroríficos, recuerdo un día que de camino al trabajo seguí los pasos de un tipo en bermudas que en cada pantorrilla tenía una calavera, y al andar las calaveras parecían mirarme y hacerme muecas.

Tatuarse ya no es un acto trasgresor. En realidad quedan pocos actos trasgresores. Todo está al alcance de todos. Tecleas unas palabras en internet, y voilà: salón de tatuajes, dónde comprar una pitón o cómo conseguir una cabaña en la última isla de la Polinesia.

Aún así, miro mi tatuaje y pienso: significa algo, significa que hubo un momento absurdamente loco en mi vida en el que creí que todo era posible.
(Y lo miro, y aún lo creo).