domingo, 15 de diciembre de 2013

MI HERMANO Y YO EN EL BOSQUE


(Homenaje a las 12.000 Ha. de pinares se quemaron en el incendio de Castrocontrigo, León, de 2012)

Tomamos el camino rojo.
-La opción de los valientes- dice mi hermano,
y yo contemplo la negrura de pinos, su espesura, su silencio.
-Si nos desviamos- susurro- la resina se nos pegará a la suela de los zapatos 
y nos impedirá avanzar y nos quedaremos atrapados en el pinar. 
Se encoge de hombros, y el sol sobre su espalda, desciende muy muy lentamente.
El aire de otoño, puedo tocarlo, tiene forma de tomillo.
Un mirlo canta en la arboleda.
Nuestros pasos hacen crujir la tierra.
Ascendemos, la senda se empina.
-¿Qué es eso?- pregunto.
Cien cajas verdes, azules y rosas.
Cien cajas olvidadas en un claro.
La luz levanta un polvillo fino, se escucha un temblor.
Un colmenar.
Las veo entrar y salir, atareadas, organizadas.
Treinta escapadas diarias, infinitas flores polinizadas
El zumbido de una fábrica, las obreras y la reina.
Bestias con conciencia de clase: las abejas.
Nos acercamos con respeto. Nos asomamos.
Una abeja gira furiosa (o eso creo) alrededor de mi cabeza.
Me grita algo que no entiendo.
Me asusto, retrocedo. Regreso corriendo a la senda.
-Mira, mira, la montaña.
Entre la mancha de pinos, crece la roca,
todo es alto y emboscado, salvo la roca,
troncos rectos y aislados, salvo la roca.
Blanca se eleva sobre nosotros, la roca,
y el sol se agarra a sus estrías. La aprieta.
-¡Adelante!- exclama mi hermano.
Abandona el sendero.
-Espera- suplico- que yo soy más lenta.
Cruzo al trote un vallecito mullido, aquí la brisa es profunda y húmeda.
De pronto, ¡algo me agarra el tobillo!, siento su abrazo duro, su piel rasposa,
-¡Hermano, hermano!- grito aterrada.
Intento huir, me retuerzo, pero solo el mirlo responde a mi llamada.
No podré escapar, lo sé, la oscuridad se acerca.
Hago un último esfuerzo y por fin se suelta: es una rama negra y quemada
de algún incendio pasado.
-Oh, qué tonta- pienso- cómo he perdido el tiempo.
Corro detrás de mi hermano, silueta desdibujada ya en lo alto de la ladera.
Subo y corro y
y corro y subo
y de pronto se acaban los pinos. ¡Fuera sombras!
Sí, es cierto, aún se extiende por la quebrada el día dorado.
Hundo los pies en la maleza, ya no hay árboles.
El brezo me golpea las rodillas, me araña,
no le gusta que interrumpa
su silencio de siglos. 
-¡Sigue el curso del regato!- ordena mi hermano.
Arriba, siempre arriba.
-Eo, eo- gritan desde lo alto.
Tropiezo, cuanto más empinado, más profundo se hace el regato.
-Eo, eo.
-Voy, voy.
Poco a poco llego arriba.
Un pie en el saliente, el otro en el agujero.
Una mano en el repecho, con la otra tanteo.
Ya llego, ya llego.
Sin aliento, por fin, alcanzo la cima.
-Date la vuelta y contémplalo- dice mi hermano.
Me giro y allí  está:
el valle con la marea de pinos y esas lomas encendidas a la izquierda.
No se ve a nadie. Ruedan las piedras.
Allí está: el mundo vacío. He llegado hasta aquí solo para eso.
Solo para eso.

domingo, 8 de diciembre de 2013

DEPORTE RURAL (LEONÉS)


NATACIÓN
-Pero, ¿cuántos largos hiciste?
-Veinte larguines de nada.
-¿Y cómo marchas tan pronto?
-Se empeñaron los mis hijos en que había que hacer hoy la matanza.
La mujer, cincuenta y tantos años, cabello corto y canoso, se frota la cabeza con una toalla vieja. Elige unas deportivas embarradas de la fila de deportiva embarradas en la parte baja de los bancos. Y cuando se va, con el pelo húmedo, deja un rastro de paja y cagarrutas.

LUCHA LIBRE
-Hace poco andaba yo por el paseo marítimo de Benidorm con mi mujer, ya sabes, en invierno pasamos ahí temporadas, porque las heladas de aquí se llevan mal. A lo que iba, a un mozo que  había delante se le escapó el perro y le saltó encima a Paca. Yo hice el paso y medio reglamentario para el golpe de garganta que aprendí en la Legión y lo tiré al suelo. El tiparraco era incapaz de levantarse.
El hombre se coloca el sombrero de fieltro verde, a juego con su loden. Le da golpecitos en la solapa a su interlocutor. Tiene 85 años y huele a loción cara de afeitar.
-Si hubiera tenido hijos, los hubiera enviado a todos una temporada a la Legión.

ATLETISMO
-Hubo poca gente ayer en la maratón. ¿Dónde estaban esas señoras que salen a andar todos los días?
-Bueno, mujer, es puente, la que no tiene aquí a los hijos de Madrid, que ya sabes que vienen lambriones, está con la matanza. ¿No hueles?
-La lumbre.
-Humo de urce. Con estas heladas, es la época.
-Nosotros este año, dos cerdas.
La escarcha de la mañana aún no se ha derretido sobre la pista de atletismo y las dos mujeres, de unos sesenta años, hacen estiramientos sobre los bancos. Llevan mayas ajustadas, camisetas térmicas, bragas al cuello, gorros con orejeras. Al fondo se eleva la columna de humo de la fábrica azucarera, trayendo su hedor romo, como a raíces oxidadas.
-Si pasas mañana a la tarde, te doy una cazuela sangre.

FÚTBOL
-Pero a quién se lo ocurre hacerla hoy.
-Tú calla y aprieta.
-Joder, que hoy juega el Real Madrid.
-Anda, ¿no lo estás escuchando por radio?
-La radio, la radio, eso es de la posguerra, hay que verlo en pantalla de plasma. Que no te enteras. ¡Para un puto partido que quiero ver!
-Hala, ya rompió la tripa. Claro como estás a por uvas. ¡Atiende hostia! Que bien te comes luego los chorizos.
Hay una habitación que huele a humo, a pimentón, a carne. Las paredes están renegridas, una densa telaraña cubre las vigas. Hay un hombre mayor enfundado en mono verde de trabajo, un hombre joven en chándal, una mujer en bata color turquesa. Los tres están salpicados de rojo, tienen rojas las manos, el vientre, el pecho. Hay un viejo aparato de radio colgado de un clavo herrumbroso, el cable está cubierto de una gruesa capa de polvo.
-¡Goooooooooooool de Xabi Alonsoooooo!
El joven suelta la tripa y se pone a dar saltos. La mujer se limpia el dorso de la mano en un mandil y se lo pasa por la frente y las sienes. Tiene pedacitos de carne entre las uñas.
-Venga rapaz, que mañana el hombre del tiempo dio nieblas y así no curan bien los chorizos.


martes, 3 de diciembre de 2013

ARSÉNICO O EL VIRUS DEL PERIODISMO



Hace unas semanas le dieron a mi amiga Leila Guerriero el premio de periodismo González Ruano. Leyó un discurso en el salón de actos de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Su discurso fue hermoso y lo leyó con brío, desde un ceñido vestido negro, mirando sin temor al auditorio de señoras recién salidas de la peluquería y de caballeros con trajes hechos a medida.

Mi amiga Leila es la mejor cronista que existe ahora mismo en español. 
Además, trabaja en La Nación, edita El Gatopardo para el Cono Sur, publica en el Malpensante, en El País, en Vanity Fair, en revistas y periódicos de toda Latinoamérica.

Mi amiga Leila es flaca, tiene una increíble mata de pelo rizado siempre en expansión, y la mirada rápida y el verbo dulce. Dulce y duro a la vez. Como una fruta exótica que se deshace al ser mordida y encierra dentro una semilla amarga.

Mi amiga Leila es de Junín, Argentina.

Mi amiga Leila es hija única y, desde niña, allá en la provincia, supo que quería dedicarse a eso: a escribir. Lo que no sabía era el cómo.

Pero sigamos con el discurso de mi amiga Leila. Alguien, una actriz, creo, leyó el reportaje por el que la habían premiado, y luego ella leyó su discurso. Y lo que pasó es que ambos, el reportaje y el discurso, venían a decir lo mismo: ¿por qué escribo?
O quizá mejor: ¿por qué escribo crónica periodística?

Mi amiga Leila tenía a su vez una amiga durante la infancia a quien seguía a todas partes. Leila no entendía la razón de su obsesión por esa chica varios años mayor que ella. No venían de entornos parecidos, ni tenían los mismos gustos ni las mismas ambiciones. Su amiga lo único que quería era tener una familia. Lo que quería Leila era agarrarse a un sueño oscuro: el sueño de escribir. Y ambas se lanzaron a lo suyo con los ojos cerrados. Una acabó sus estudios, se casó enseguida, tuvo varios hijos, renunció a su carrera y se fue a vivir a un pueblo perdido en la Pampa o en las montañas. La otra estudió algo que no le gustaba, deambuló por Buenos Aires y por sus noches, salió, tropezó, se desesperó, hasta que finalmente encontró trabajo en un periódico. Ahora sigue deambulando y su vida consiste –dice ella- en hacer preguntas a un desconocido en un lugar desconocido con resultado desconocido.

Mi amiga Leila acabó su discurso, se bajó de la tribuna, saludó a los invitados con una graciosa reverencia, y pensó: mañana estaré en un avión, trece horas a Buenos Aires, y en dos días me voy a Chile y luego tengo ese curso en Colombia, y el reportaje que tenía pendiente en Uruguay.

Ah, el virus del periodismo.


Y si no fue eso exactamente lo que pensó, fue algo muy similar. Y sonrió y sintió lástima por su amiga de Junín, que había cumplido todos sus sueños antes de tiempo y, como no le quedaban más, una noche de tormenta se tomó un sobre de arsénico en la trastienda de la farmacia de su esposo.

viernes, 13 de septiembre de 2013

DEL PALAZZO AL INFERNO



Cada día cuando regreso a casa después de trabajar en la (tan cool) redacción de Vanity Fair (a las puertas de mi edificio hay una placa que dice literalmente "Palazzo Reale") atravieso el infierno.

El autobús número 27 de la EMT me deja en la Glorieta de Embajadores. Bajamos entre trompicones, y enseguida estoy en el mundo de los zombies. Hay una pescadería muy económica y los efluvios del pescado podrido inundan la glorieta. Luego está el bar de la esquina con sus capas de mierda en el suelo, de palillos, servilletas, huesos de aceitunas y hedor a fritanga, y la farmacia con su puerta blindada y sus escaparates con telarañas, y la pastelería decadente, y las varias paradas de autobuses, y los gitanos que venden tomates en jaulas de madera sobre la acera, y algún que otro coche de policía. Y en ese estrato, bien abonado, crecen los yonquis a puñados. Se multiplican. Se retroalimentan de lo que ven y huelen y palpan a su alrededor.

Los hay de todas clases. Altos o medio enanos, todos esqueléticos y desdentados y todos con esa edad indefinida y el rostro surcado de arrugas como navajazos. De vez en cuando tropiezo con alguna mujer, recuerdo una con un carrito de niño lleno de bolsas de basura. Otra con algún destello de su antigua belleza de adolescente rebelde. Un día, de pronto un Mercedes enorme aparca en un sitio reservado a los autobuses. El conductor es un señor que ronda los 70 años, en el asiento del copiloto hay una mujer de la misma edad, tensa y elegante, con la nariz envuelta en vendajes. La puerta trasera se abre y del vehículo metalizado desciende un chico de unos 30 años con muletas. Tiene un pie escayolado. Viste camisa de cuadros recién planchada y vaqueros de marca. Sale del coche sin despedirse y sin mirar atrás.
Sale del coche con la ansiedad pintada en el rostro. Con una mirada extraviada. Anhelante. En cuanto abre la puerta ya ha olvidado a los que ha dejado atrás.
Sale del coche y su rostro es una máscara que tiene mil años.
Sale del coche y sus padres o abuelos o lo que sean lo contemplan con resignación y terror. Ya no hay tristeza en las miradas, es algo distinto: probablemente no te volvamos a ver y eso es lo mejor.
¿Por qué?
¿Por qué piensan eso?
Porque de la Glorieta de Embajadores parten las cundas que van al infierno.
Cundas: vehículos destartalados que por una módica cantidad transportan a sus pasajeros a los poblados chabolistas donde se vende la droga.

Yo he estado en ellos varias veces. Como periodista, claro.  En el de Pies Negros, en el de la Celsa, en la Cañada Real. Fue hace mucho, fue en una pesadilla. Patriarcas gitanos, niños descalzos jugando al escondite en montones de mierda, ratas correteando entre los charcos. Y el gentío. El gentío caminando sin mirar a derecha o izquierda o escondiéndose detrás de una chabola, debajo de uno de los puentes que cruzan la M-30, entre la chatarra o dentro de un coche, haciendo cosas con la espalda vuelta, encogidos sobre sí mismos, cosas con jeringuillas y cucharas y mecheros.
El infierno, sí.

Y para mi desgracia, el autobús 27 me deja cada día en la meta de dónde parten todos esos zombies. 

miércoles, 21 de agosto de 2013

¿ERES BIPOLAR O TE GUSTA CONDUCIR?



El Mercedes del millón de kilómetros. Así lo llaman. A mi coche.
En realidad no es solo mío, es también de mis hermanos. Lo heredamos de tito Miguel (léase abuelo). A mí me gusta conducirlo. Es de color azul cielo, el salpicadero imita madera y todo en su interior es cuadrado, esquinado, muy, muy masculino. Y luego está el volante de cuero, la rígida palanca de cambios, los rígidos asientos. Igual que un tanque. Eso es, sabes que jamás te defraudará: el diseño alemán tradicional. Quizá porque he vivido muchos años en Alemania lo entiendo y lo valoro.

Mi abuelo Miguel nunca visitó Alemania. Una pena, le hubiera gustado: carreteras rectas y aprecio por las líneas gruesas. Aprecio por la maquinaria pesada. Por hacer las obras con rotundidad, revolcándose en el barro. Todavía recuerdo cómo adoquinaban las calles del casco antiguo de Berlín: a mano, handgemacht.

Pero me estoy desviando. Hablaba de cómo me gusta conducir el Mercedes 300 de mi abuelo. Aunque en general, me gusta conducir. A los 16 años mi padre me llevó al monte de encinas cerca de mi pueblo para darme las primeras lecciones. ¡Oh, ah, la mayor quería aprender a conducir! Más bien, debía aprender. Si vives en un pueblo tienes que conducir. O caes en el aburrimiento o en el ostracismo. Yo lo deseaba con todas mis fuerzas. Pero la experiencia con mi padre fue, como suele pasar, un desastre, me gritó, me llamó inútil, discutimos. Decidí apuntarme a una autoescuela. Y  en el verano que cumplía los 18 saqué el carnet. Mi primer coche, que llegó ese mismo mes, fue un Citroen AX Negro. Mío  y de mis hermanos, claro.

El AX nos duró casi 14 años. Sufrió golpes, abolladuras varias y, finalmente, una noche de mayo se quemó hasta el chasis. Gracias a Dios me dio tiempo a escapar. O sea, me salí de la M-30, recorrí a trompicones un descampado, di varias vueltas de campana, me estrellé contra una roca y, cuando completamente aturdida, comprobé que estaba entera, que no me faltaba ningún trozo de mi cuerpo, me quité el cinturón, salí a un descampado y... se me olvidó apagar el contacto. El coche estalló en llamas. Requiescat in pace.

Luego vino un Citroen Saxo, por fin, solo mío. Una carraca que yo ponía a 150 y parecía que la carrocería iba salir volando en pedazos por el aire. ¡Ese estruendo! Menos mal que entre medias pude conducir el Mercedes de tito Miguel y el Mercedes E 320 de mi padre. Lo curioso es que con cada coche desarrollé una personalidad. Con el AX, agresiva. Con el Mercedes 300, cabeza dura, poderosa, nada se me ponía por delante. Con el Mercedes de mi padre, lazy, magnánima. Quizá sea por el asunto de las marchas automáticas, te hacen mirar a los demás vehículos por encima del hombro. Ahora tengo un pequeño Peugeot negro y me hace comportarme como alguien rápido, práctico y que va al grano.

Pero lo que más me gusta sigue siendo el Mercedes del millón de kilómetros. Duro, robusto. Tal y como me siento: Superheroína del Noroeste. Con ese coche podría ir a Alemania o a Siberia, y volver. Nada me detendría.

En realidad me da miedo ese automóvil. Me da miedo el espíritu que lo mueve, que acabe abduciéndome. Tito Miguel cometió algunas tropelías montado en ese Mercedes. Como el día que había unas vallas en la calzada y se formó un miniatasco en mi pueblo. Mi abuelo salió del coche, dejó el motor al ralentí, cogió las vallas amarillas, las levantó una por una por encima de su cabeza y las envió directas a la zanja que protegían. Eso es. Con ese coche nada se te pone por delante.
¡Cuidado conmigo, conductores! 

sábado, 10 de agosto de 2013

TATUAJE O UNAS GOTAS DE CONTRACULTURA



A los 25 años me hice un tatuaje. En aquella época yo vivía en Londres, trabajaba a salto de mata, salía con el batería de una banda de rock, y decidí que era el momento de poner en mi vida unas gotas de contracultura.

El batería, que a su vez estaba tatuado, me espetó después de uno de sus conciertos que yo no estaba hecha para los tatuajes. Me enfadé con él y lo mandé a la mierda. Pero a los dos días me llevó a un antro donde se tatuaban las estrellas del rock, o eso dijo, y me dejó allí sola. Después de investigar todos los álbumes de diseños que me mostraron elegí un dibujo celta. En aquel momento yo me sentía muy del noroeste y muy lejos del Mediterráneo. Leía literatura sobre los celtíberos de la península ibérica, y sobre los pobladores prerromanos de las islas británicas. Leía autores anglosajones, intentaba descifrar la epopeya de Beowulf, me entusiasmaba con Stonehedge. Digamos que atravesaba una etapa mística-salvaje (también llamada kitsch). El diseño que elegí era un pájaro doblado sobre sí mismo que significaba, para los celtas, paz y amistad. Y después de pasar más de una hora de sufrimiento, de escuchar el chirrido de la aguja, de raspones y pinchazos, mi novio-batería me recogió entusiasmado conmigo, con mi tatuaje y con una guitarra de segunda mano que se acababa de comprar.

El tatuaje no cayó muy bien en mi familia. Una cosa era que mi abuela tarareara con sentimiento los versos de Concha Piquer, “Mira tu  nombre tatuado/ en la caricia de mi piel...”, y otra que su nieta llevara un tatuaje. ¿Y cuándo fuera adulta qué? ¿Qué pensaría la gente de mí? (Para ella, con 25, yo aún no había alcanzado la categoría de adulta).

Han pasado los años y ya nadie se fija en mi tatuaje. De hecho, tatuarse se ha convertido en una nimiedad, como hacerse el agujero para el pendiente. Ya no solo se tatúan las estrellas de rock, lo hacen las adolescentes, las amas de casa, hasta los funcionarios. En mi gimnasio me encuentro tatuajes de todo tipo. Con caracteres chinos, con dibujos de estilo budista, con cenefas geométricas. Ayer en la piscina vi una chica que llevaba en la espalda dos alitas. Y otra, que tenía sobre los omóplatos dos símbolo verticales, como los dibujos tallados en los instrumentos de cuerda, que la hacían parecerse a un contrabajo (la amplitud de sus caderas contribuía a reforzar esa impresión). También he visto otros terroríficos, recuerdo un día que de camino al trabajo seguí los pasos de un tipo en bermudas que en cada pantorrilla tenía una calavera, y al andar las calaveras parecían mirarme y hacerme muecas.

Tatuarse ya no es un acto trasgresor. En realidad quedan pocos actos trasgresores. Todo está al alcance de todos. Tecleas unas palabras en internet, y voilà: salón de tatuajes, dónde comprar una pitón o cómo conseguir una cabaña en la última isla de la Polinesia.

Aún así, miro mi tatuaje y pienso: significa algo, significa que hubo un momento absurdamente loco en mi vida en el que creí que todo era posible.
(Y lo miro, y aún lo creo).

domingo, 28 de julio de 2013

DOS TRENES Y UNA LECCIÓN DE NO-PERIODISMO


El jueves 24 de julio a las 22.00 recibí una llamada de mi hermano:
-No te imaginas lo que ha pasado- me dijo con voz angustiada.
Me contó que un amigo iba en el tren a Santiago. Que no sobrevivió. Me contó que otro amigo lo esperaba allí, en el andén. Que el amigo del andén removió cielo y tierra para conseguir sus restos. Es lo mínimo y lo máximo que podía hacer.
Era un amigo que había hecho a través de Twitter. Habían empezado con una frase de 140 caracteres y habían acabado con conversaciones cara a cara de 140 minutos. Mi hermano hablaba muy rápido y con la voz tomada. Repasamos nuestros muertos. Los de ambos, madre, abuelos, tíos. Los suyos, amigo adolescente que se cuelga de una viga (en León siempre se cuelgan de una viga, ya de morir, que sea lo más cruento posible). Los míos, mi primer novio, el chico más varonil, el más seductor, muerto de ictus antes de cumplir cuarenta. No son muchos, pensé. Y algunos tenían sentido: vejez, enfermedad, depresión.
-Este, el del tren, no tiene ningún sentido- dijo él.

Colgó el teléfono y fui incapaz de pegar ojo esa noche. Me acordé de otra llamada, de otro tren. De un 11 de marzo de 2004 cuando a las 7.50 de la mañana sonó el teléfono en mi casa. Me sobresalté al escuchar la voz de mi padre:
-¡Ha habido una bomba en Atocha! Pon las noticias.
Me sentí avergonzada, soy periodista y no tenía puesta la radio. Reconozco que estaba escuchando música mientras me duchaba. Me vestí a toda prisa y salí a la calle. Recuerdo que tenía el pelo mojado. Recuerdo que enseguida empecé a escuchar las ambulancias, los helicópteros y una especie de fragor, de runrún terrorífico. Recuerdo que eché a correr hacia Atocha. Y recuerdo la gente que subía de Atocha, sus caras como de estar en otro sitio, apresurados, llenos de polvo, con una idea fija: huir del horror. La plaza era un caos, la policía daba órdenes, las ambulancias se arremolinaban, el humo, el olor. Intenté atravesarla por alguna razón inconcreta. ¿Pensaba ayudar, echar una mano? ¿pensaba escribir una crónica? Fue imposible. Me quedé dando vueltas, como otras cientos de personas, sin saber qué hacer. Sin saber qué había sucedido. Finalmente decidí ir andando a mi redacción, en Colón. Por el camino me crucé con Joaquín Estefanía que iba corriendo y encendido hacia la SER en Gran Vía. Nos saludamos con cara de susto.

Acabé haciendo un reportaje sobre el 11M. Acabé yendo a la morgue gigantesca en que se había convertido Ifema. Mi fotógrafo y yo, los dos sobrecogidos. Él no se atrevía a disparar, yo no me atrevía a preguntar. Qué iba a preguntar, oiga, esta usted aquí porque se le ha muerto alguien, ¿no? ¿Ya lo ha identificado? ¿Qué quedaba de él, una pierna, un brazo, una cartera?
Recuerdo que en ese momento el periodismo perdió todo significado para mí.
Aún así, era mi trabajo, tuve que buscar testimonios durante días, llamar a casas de familias destrozadas, hablar con hijos, madres, novios. Y todo el tiempo pensaba: ¿de verdad esto sirve para algo?
De todo eso me ha quedado un pavor hacia el ruido de los helicópteros y de las sirenas. 
De todo eso me ha quedado un pavor hacia las llamadas a horas intempestivas.
Hacia cierto tipo de periodismo.
De todo eso me quedan nombres sueltos, sensaciones oscuras.
De todo eso solo queda una cosa clara: el amigo de mi hermano se llamaba Van Palomaain. Y su muerte no tiene sentido. 

miércoles, 10 de julio de 2013

MUERTE A LAS MUÑECAS



Odio las muñecas.
De todo tipo. Las que parecen bebés monstruosos, y las que parecen lolitas provocadoras. El Nenuco y la Barbie. El Baby Mocosete y la Nancy. De niña me ponía de muy malhumor cuando mi prima, que tenía mi misma edad, me invitaba a subir a su casa a jugar a las muñecas. Y no tenía más remedio que ir, porque si no, mi abuela se enfadaba. Pero la verdad es que jugaba con tanta desgana, que al final mi prima se cansaba de mí y yo me pasaba a las construcciones de Lego de sus hermanos que ocupaban todo el pasillo de su piso, desde la cocina al salón, y eran mucho más interesantes.

¿Por qué no me gustaban las muñecas? Odiaba sus caritas de goma, sus expresiones aleladas, su olor a plástico. Pero sobre todo odiaba el jueguecito a su alrededor. El jueguecito de yo soy la mamá y ella es la currina. Y tiene pupa y llora, y tiene hambre, y le doy de comer.

Yo no lo veía la gracia. No le veía el sentido. ¡Jugar a ser mamás! Menudo aburrimiento, no podía imaginar nada más aburrido que ser mamá, que ser señora-de-incesante-parloteo a la salida del colegio o a la salida de misa o en la cola de la carnicería o en el baldosado de la plaza mayor. O señora que cocinaba, que planchaba, que fregaba. Yo quería montar en bicicleta, inventarme ciudades fabulosas con las construcciones de Lego, leer cuentos, libros, Tebeos. ¡Pero un bebé que se hacía pis si le apretabas la barriga! ¡Horror! Con esos muñecos no había más mundo que el doméstico, no había viajes intergalácticos ni excursiones a bosques misteriosos infestados de lobos ni a galerías cavadas por los  nomos que habitaban el subsuelo. Solo la realidad prosaica: dar de comer al bebé, vestir a la Nancy, acunar al bebé, hacerle moñitos a la Nancy. Tejer un gorrito, coser una mantita, pintarle la carita con barra de labios.

Por eso enseguida mis muñecas se apolillaron, en ellas anidaron las arañas y las mariposas. En ellas anidó todo lo que yo odiaba. Quizá estuvo bien, porque me sirvieron como exvotos para exorcizar esa parte de ser niña que yo me negaba a aceptar. La Nancy rubia me miraba desde la estantería de mi habitación, junto a la Nancy pelirroja y la Nancy negra afro de mi hermana. Me miraban con sus ojillos lustrosos y acusadores: no nos quieres, no quieres jugar con nosotros.
Y yo me acostaba todas la noches con esos ojos fijos en mí.
Olvidaos de mí, les decía mentalmente. Olvidaos de mí e id a vivir con mi prima. Donde habitan las muñecas.