domingo, 23 de octubre de 2016

DOMINGO DE COCIDOS Y TRAGEDIAS



Los domingos otoñales siempre tienen algo trágico, de un trágico insidioso, nada épico. 
Hasta las conversaciones anodinas de pareja
Hasta las conversaciones anodinas de viejas parejas.

-La pobre, tuvo un hijo retrasado.  Todo el día por el suelo, a gatas. Sin salir de casa –dice la mujer.
Lleva un abrigo de paño beis y una pañoleta en la cabeza porque empieza a  tintear un agua fina pero molesta. Le cuesta caminar sobre el empedrado irregular, sus zapatos de tacón grueso se tuercen a cada paso. Levanta la vista, al final de la calle, se enroscan las nubes negras en torno a la montaña. El viento trae hojas secas de chopo y olor a berza.
-No, nunca lo sacó de casa –contesta el hombre, calándose el sombrero. Le da otra vuelta a la bufanda, avanza unos pasos por delante de la mujer.
-Cuando murió y no fuimos al entierro, muy mal le pareció.
-Se enfadó. Pero ni nos enteramos.
-Y luego tenía ese otro, el que se quemó. Pobrín. Tenía tres años y estaba en la trona y se prendieron las faldas del brasero de carbón y él, claro, solico, no pudo bajar, y las faldas lo quemaron y lo trajeron al médico del pueblo, ¿y qué hizo?, lo envolvió en algodón con alcohol, ay, Jesús, cuando llegaron al sanatorio y le quitaron las vendas se fue toda la piel con ellas, tuvieron que amputar las piernas y luego no sé cuántos injertos... Toda la vida con operaciones, hasta que las diñó. Fue un alivio, creo yo.

La mujer se ajusta la pañoleta. El viento hace bailar los faldones de su abrigo. De las casas de piedra llega el rumor de cerrojos y portones que se cierran. Es domingo y ya ha salido la gente de misa y ya llegan los turistas a comer cocido a los mesones de Castrillo de los Polvazares.
-Ella era una delicia de mujer, muy bailadora. En las fiestas del pueblo, ¡lo que bailaba! Tenía algo...
-Con tanta desgracia, está muy estropeada, si la vieras ahora. Luego tuvo el otro, el que prendió fuego a la gasolinera. Estaba mal de la cabeza y se enfadó y trabajaba allí porque pa’ las tierras era un desastre, las llevaba muy mal, se le pasaba la vez de regar, perdía siempre alguna cordera, y lo colocaron en una gasolinera, ahí en el cruce, donde la cantina, y va un día y dice que lo trataron mal y hace explotar las bombonas. Lo metieron en el manicomio de Palencia.
-Pero ella era de simpática y de lista. ¿Te acuerdas?
-Me acuerdo que un día llegó a casa y le dijo a madre: el domingo siguiente salgo novia con el Barquero. Y madre le dijo: pero rapaza, si tienes quince años y él es un viejo, podría ser el tu padre. Se conocieron en el baile y a la semana ya salieron de novios. Y les fue bien, se querían mucho. Ocho hijos tuvieron. Luego ya empezaron a caer las desgracias.
-Cómo bailaba. Y esos ojazos entre verdes y pardos.
-Ahora está consumidina, la pobrina. ¿No la viste?
El hombre se cierra el cuello del tabardo y acelera el ritmo de sus pisadas hasta dejar muy atrás a la mujer.
-¡Espera! –exclama ella tambaleándose-. Condenadas piedras.


domingo, 9 de octubre de 2016

LLÉVATE ESE BRAZO



-¡Llévate ese brazo!
La joven doctora coge la bandeja con el brazo que acaban de amputar.
-¿Y qué hago con él?
-Déjalo por ahí, en anatomía patológica.
La joven doctora desciende a los sótanos del hospital. Catacumbas, piensa. El brazo está rígido, la mano como una garra. Atraviesa pasillos. No hay ventanas, solo la luz cruda, de sala de despiece, del neón. El intenso hedor a formol hace que le escuezan los ojos. Le entran unas ganas terribles de frotárselos y los brazos y las manos. De frotárselos hasta que se le levante la piel. Avanza y cavila, ¿qué hace,  deja el brazo en la morgue? No está segura porque no hace tanto que llegó a este hospital provincial desde otro hospital provincial.

Desde que había terminado la carrera se había dedicado a hacer guardias. Tantas, que se le había cambiado el horario del sueño. Treinta y dos horas seguidas sin dormir, cuatro o cinco veces al mes. Después de más de diez años con ese ritmo, acabó desquiciada: le dieron tres meses de baja por depresión.

La joven doctora en realidad no es tan joven. Tiene cuarenta años y se ha presentado tres veces al MIR. Toda la vida estudiando y cobraba 1.200 euros. Por eso se apuntaba a todas las guardias. Para redondear el sueldo. Urgencias: ataques al corazón, accidentes de tráfico en las enrevesadas carreteras comarcales, intentos de suicidio, incluso cornadas en alguna de las ganaderías de la zona. De los muertos había perdido la cuenta; de las autopsias, también. Hasta que su cabeza dijo basta. O su cuerpo. No era capaz de distinguir quién había explotado primero. Por eso había decidido regresar a su tierra. Más al norte, menos áspera, pensó, menos poblada, más tranquila.

Pero no. En el nuevo hospital la doctora no era ni siquiera joven sino algo peor: novata.
Como novata, te vamos a hacer perrerías. Perrerías de médicos. Llévate ese brazo, lava ese colon. El colon, le entraron unas arcadas tremendas porque estaba lleno de restos, pero se contuvo.
Que ya no era una joven doctora.
Piensa en eso cuando entra en la morgue. Entra envalentonada pero con lo que ve y escucha, decide que tiene suficiente. Suficiente de hospitales. De médicos. Se va, renuncia, quiere, no sabe, hacerse homeópata, ludópata, cualquier cosa excepto médico; médico, con esa inhumanidad de los médicos, no.

-Pero ¿qué pasó? –le pregunto.
Coge aire, grita. Ahora siempre grita cuando habla.
-Primero, ¿por qué le hacen autopsia a un pobre viejo que tenía metástasis por todas partes? Ya se sabía de qué había muerto. Y luego los tiran de cualquier manera, a los muertos. Como... como si fueran sacos de estiércol. Por Dios. Son seres humanos. En el otro hospital la forense hacía la autopsia, sacaba los órganos, analizaba todo, y luego los volvía a meter y cosía el cuerpo. Solo le faltaba darles un beso a los cadáveres. Eso es una buena forense. Y aquí, les sacan todo y los dejan tirados, abiertos. Los cuerpos, aunque estén muertos, merecen un respeto, joder.

Miro a esa joven doctora que ya no es tan joven, cuando la conocí en la universidad era una belleza de piel blanca, cabello negrísimo y ojos verdes, inconsciente y feliz. Le gustaban las hombres y las amigas fieles. Siempre pensé que no era escrupulosa. Esa cosa que nos decían de niños cuando no queríamos beber por el vaso de un compañero: ¡qué escrupulosa! Pues bien, ella no tenía ese tipo de escrúpulos.
Pero sí otro tipo, del tipo moral, del tipo que importa.


Ahora es una doctora no tan joven, que siempre grita cuando habla, y quiere dejar de ser doctora (no de ser joven).