lunes, 2 de mayo de 2016

TERROR EN EL CONSERVATORIO



El sonido de un piano, se para, trastabilla, vuelva a arrancar.
Frío.
Pasillos tenebrosos.
Olor gris y baños de puertas torcidas. Niños de mejillas rojas y bufandas gruesas. Profesoras viejas y chirriantes como urracas.
El Conservatorio Profesional de Música de León.

Así fueron los sábados de mi vida desde los 7 a los 17 años. Nada de la Bola de Cristal ni de dibujos animados. Me perdí todo eso. Desde las 8 de la mañana a las 3 de la tarde, mis sábados consistían en viajes semanales –infernales- desde mi pueblo-ciudad hasta León. 48 kilómetros dejados de la mano de Dios. Íbamos en los renqueantes autocares de la empresa Ramos, asientos rotos que se te clavaban en los leotardos –no llevé pantalones hasta los 13 años-, peste a combustible, a puros, a cigarrillos sin filtro. Nevara, lloviera o cayera la cencellada. Cuando llegábamos a la cochambrosa estación de autobuses de León, invariablemente yo vomitaba. Después, los alumnos de la hermana Pilar Echaniz, un grupo de niños de distintos tamaños y edades, caminábamos juntos y solos –o sea sin adultos- hasta el Conservatorio -cruzando calles, restos de la muralla, parques desangelados- que era, y sigue siendo, un edificio oscuro, desolado, de puertas desvencijadas y paredes grises. Por aquel entonces, los sábados, que era el día que teníamos reservado los de fuera de León, no ponían la calefacción. Las salas estaban vacías y las luces de los pasillos, apagadas. Las profesoras, viejas cascarrabias con maneras de posguerra, nos trataban con desprecio.
“A ver, ¡los de los pueblos!”, exclamaban para tomarnos la lección.
Recuerdo las clases con pánico, con terror incluso.

Era aquella educación: las escalas con sangre entran.

Había niños de toda la provincia, de Laciana, del Bierzo, del páramo. Cuando las profesoras pasaban lista con ese desprecio, tú, de dónde eres, de La Robla, de Villablino, de Cistierna, decían las vocecillas infantiles y a mí se me quedaban los nombres de los pueblos grabados. En realidad allí no teníamos nombre propio, éramos eso: el de La Robla, la de Villablino, el de Cistierna, los de La Bañeza. Algunos tardaban horas en llegar allí por carreteras infernales. Con los años me he cruzado con antiguos alumnos. Una me contaba hace poco que ella y sus dos hermanas se pasaban todo el camino llorando desde Ponferrada.

“¡A ver, los de los pueblos!”.

Una chica lanzó un alarido y cayó al suelo entre los pupitres y le salían espumarajos por la boca y la profesora se la quedó mirando con cara de malhumor, lo que me faltaba. Menos mal que los padres estaban fuera y entraron y dijeron que era un ataque epiléptico y se la llevaron, ¡a ver, los de los pueblos!, sigamos con la clave de fa sostenido mayor.
No recuerdo ni un solo día en el que disfrutara, ni un solo gesto de apoyo o de aliento por parte de las profesoras. Cuando crecí y mis hermanos se apuntaron también al Conservatorio, mejoró la situación porque era mi padre quien nos llevaba, no porque las profesoras mostraran ni una piza de interés. Mi hermano pequeño huía del Seat 131 amarillo. Remoloneaba alrededor del coche, se iba alejando poco a poco, disimuladamente, pensaba él, y mi padre lo tenía que traer prácticamente a rastras, y al poco de subir, vomitaba, y nos pasábamos el viaje en un silencio tembloroso, mirando por la ventanilla ese páramo alto y desnudo que rodea León, los Picos de Europa al fondo, y cuando divisábamos las torres de la Catedral, empezábamos a inventar excusas para escaquearnos: estoy malo, me encuentro mal... El único consuelo era que después de la tortura de las clases mi padre nos llevaba a comer un pastel a La Asturiana.

Hoy, lo que me parece milagroso es que, a pesar de esa enseñanza nefasta, hubiera gente capaz de terminar la carrera y gente capaz de amar la música.
Que, a pesar de todo, yo sea capaz de amar la música.

*Alguien ha sugerido trasladar el Conservatorio Profesional de Música de León a los bajos del estadio de fútbol. Eso sí que es mentalidad preclara. Se lo comento a mis hermanos y me dicen que, por ellos, podían hacerlo volar por los aires.