domingo, 11 de marzo de 2018

CAMBIOS




Creo que en la vida hay momentos de cambio y que debemos aprovecharlos. 
Turning point, wendepunkt
Hay que pararse a pensar, echar la vista atrás y preguntarse: ¿es esto lo que yo quiero? ¿Y es esto lo que quiero que siga siendo? 
A veces tú los provocas y a veces suceden por sí mismos. Pero merece la pena detenerse un segundo y, quizá, lanzarse.

El riesgo.

El riesgo es lo que mueve el mundo. El riesgo es lo que mueve el alma. Para un escritor es fundamental: en cada página te arriesgas, te arriesgas a equivocarte, arriesgas tu reputación y, a menudo, tu identidad, hasta tu cordura. Por que, ¿qué puede llevar a alguien a volcar sobre el papel sus vísceras, a dejarlas ahí palpitando, sus pensamientos, su intimidad, sus locuras? Me lo pregunto y no tengo respuesta. ¿Por qué escribo hoy esta columna, desde un lugar claramente oscuro, para que me lea mucha gente y piense: está chica no está en sus cabales? ¿Por qué?

Repito: no lo sé.

Compartir algo, algo que puede ser universal: dolor, pasión, felicidad. Entonces, ¿qué sucede, los escritores amamos a la humanidad y queremos compartir todo con ella? A veces no es amor, es odio. Aunque escribir desde el rencor siempre me ha parecido rastrero. Pero es cierto que la ira es un acicate para el arte, siempre lo ha sido. La ira y la denuncia, no el odio.

Volviendo al principio, cuando llega uno de esos momentos en el que todo se detiene y tienes que volver a empezar, a menudo de una forma más solitaria porque has perdido a alguien o algo importante por el camino, creo que lo único que cabe es arriesgarse. Cambiar. Uno no puede seguir siendo eternamente el mismo y agarrarse al pasado, a lo que fue y jamás volverá a ser. Esa es la única reflexión positiva de todo el asunto. Del asunto de la soledad, del asunto de la pérdida. Aprovechar ese combustible interno que nos da la tristeza para dar un salto hacia adelante, para arriesgarse, para emprender: un viaje, un nuevo trabajo, nuevos proyectos o simplemente una nueva actitud hacia la vida. 
Para ser más valiente.

domingo, 12 de noviembre de 2017

LLÁMAME MADRE A SOLAS


Me pregunto si soy una madre #monoparental, #monomarental o #monomaternal. También podría ser #madresola o, realmente, madre a solas.
Leo por aquí y por allá artículos sobre el tema. Mujeres que protestan porque monoparental les parece machista. Pero resulta que –le en El País- viene del latín parentes y la letra p se relaciona etimológicamente con parir.

Desde que inscribí a mi hijo en el Registro Civil –ardua tarea que me llevó un año-, he escuchado esa horrenda expresión mil veces. “Es usted familia monoparental”.
Ah, vale. Me doy por enterada. Soy monoparental. Me lo repetía a mí misma, pero la verdad es que se me olvidaba, la palabra se me escurría por algún desagüe. Sí, esto... no hay padre, soy padre y madre... Ah, monoparental. Eso.
En la comisaría de policía para hacer el DNI: “Señora, necesito la presencia de los dos padres”. Es que soy monoparental.
Cuando lo matriculé en el colegio. Soy madre sola.
Cuando le hice la tarjeta sanitaria. No hay padre.
Cuando en mis viajes he tenido que acabar con él en urgencias en algún país extranjero. Soy la madre y el padre.
Supongo que sucederá lo mismo cuando lo inscriba en algún deporte, lo envíe a un campamento en el extranjero o cuando me presente a sus futuros suegros: no hay consuegro, sorry.

¿Sorry? ¿Y por qué tengo que pedir disculpas por ser madre y padre? Ser madre y padre es un trabajazo. Jugar al fútbol y coserle los botones. ¿Es eso? No, hombre, no. Que ahora el fútbol le gusta a las mujeres y nadie sabe coser botones. Me refiero a la parte emocional-hormonal. A la parte de “te quiero, te quiero, pero no tengo la fuerza de un camionero”. Esa parte hormonal de que mi hijo contemple con admiración a los padres fuertes de los otros niños. No tiene que ver con la igualdad, al revés, tiene que ver con la diferencia. Lo niños no son tontos y ven que entre hombres y mujeres existen diferencias físicas. 

¿Esa parte es tan importante? Pues oye, le buscaré un referente masculino –alguien entre Superman y Paul Auster- y me pondré a practicar con las pesas.


Y mientras, por favor, que me llamen madre, a solas.   

domingo, 1 de octubre de 2017

NACIONALISMOS FÁCILES O PONGA UNA URNA EN CADA CARRO



Es: cómo habla la gente, con la boca más cerrada, con una especie de eco cantarín (y contagioso). Son: las palabras, prestar, prao, fréjoles. Las canciones que oíamos a nuestros abuelos. 
Es: el lugar, con su empedrado y la sombra de la catedral, los Picos de Europa, Babia y Laciana, el Páramo y la Ribera, la Maragatería y el Bierzo. 
Es: un sentimiento de compartir algo especial, unas tradiciones únicas -San Froilán, las cantaderas, los pendones, las romerías, la lucha leonesa, el mastín leonés- algo que nos hace diferentes.
Diferentes a los otros, los que no son de aquí. 


A mí, en cuanto llego, me cambia el tono de voz, me lo dice Martín, ¿mamá, por qué hablas así? (y cierra la boca en torno a una especie de u) Y entonces pienso: qué fácil es dejarse llevar por ese sentimiento, yo soy de aquí, lo vivo, lo llevo en la sangre, me reivindico en mi nación,
frente a los otros.

Tenemos unas Cortes, de 1188, las primeras de Europa -reconocidas por la Unesco-, tenemos una lengua, el llionés -extinguida pero con una literatura medieval-, una dinastía de reyes y emperadores-enterrados en una cripta en San Isidoro-, una gastronomía, una arquitectura, varias sagas de escritores, ¡somos una nación!
Frente a los otros.

Es un sentimiento gregario, formas parte de algo más grande que tú, algo que te hace diferente
frente a los otros. Los otros que no lo entienden ni jamás lo entenderán, ni la música ni la lengua ni el paisaje ni la poesía ni las tradiciones -ni la morcilla-. ¿No es eso?

Quizá hoy en León, donde se han reunido tantos pueblos de la provincia por la fiesta de San Froilán, con sus bueyes y sus caballos y sus carros engalanados y las mujeres y hombres cantando y los niños repartiendo roscón deberíamos haber puesto una urna en cada carro. 
El lema es lo de menos: León no es Castilla. Leonesismo. Free León. República Independiente de León. Whatever. Resarciremos el error histórico de ser parte de Castilla o el error histórico de no ser un reino independiente. Dejémonos llevar por el sentimiento -que es lo más fácil-.

jueves, 24 de agosto de 2017

IRSE DE BARES


(foto cortesía de El Adelanto Bañezano: partida de cartas en el café Pasaje, La Bañeza, León, años 60)

Frente a mi casa en La Bañeza había: a) una construcción baja de tapial con un patio con gallinas y una letrina que veía desde mi habitación; 
b) un descampado donde pastaban mulas y caballos escangallados y los hombres orinaban contra una tapia los días de mercado; 
c) una fábrica de mosaico -ahora, llamado baldosas hidráulicas- ; 
d) un bar.

¿Me interesaba lo que divisaba desde mi ventana? Los niños de la casa de enfrente eran ariscos y su madre vestía con pañuelo negro y nos regañaba por jugar al brilé. La pradera estaba llena de escombros y cagajones de mula. La fábrica de mosaicos tenía una entrada gris y polvorienta. Pero el bar, ah, ¡el bar!

La fascinación de un bar. Con su futbolín y su juego de la rana. Estaba siempre repleto de hombres, y de humo de puros y cigarrillos sin filtro. En todas las mesas se jugaba la partida. El tute, la brisca y el dominó. El cling clang de las fichas, las voces quedas, mientras el dueño del bar le daba patadas a su mujer por detrás de la barra. En verano sacaban las mesas a la mitad de la calle (no recuerdo que hubiera aceras). Ahí jugaban mi padre y mi tío la partida todos los días después de comer. Las noches de verano había tertulias hasta las tantas de la mañana y los niños jugábamos al escondite en la Currupia.

Ir de bares. Ir de bares no es nada nuevo, lo hemos heredado de nuestros padres. De nuestros abuelos.
Debajo de casa de mis abuelos había otro bar. Se llamaba el Bar Volante y tenía, claro, un volante en la puerta –esos nombres literales de antaño-. Era el bar de la parada de taxis. Por allí solía pasar mi otro tío, siempre jovial, con algún chiste a mano. Alguna vez se cruzaba con mi abuelo. Aunque pocas, porque mi abuelo seguía su propia ruta de bares. Tenía sus bares apartados (nunca supe cuáles), donde se encontraba con su panda de amigos. Y tenía sus bares finos (el Pasaje, el Isla), donde nos invitaba a los nietos a tomar calamares los domingos después de misa. Y sus mesones de carreteras secundarias en pueblos remotos donde lo conocían por haber levantado alguna casa y lo agasajaban con matanzas y orujos caseros.

Porque a mi abuelo le gustaba comer y beber.

Tenía un perímetro de cintura descomunal, unas manos descomunales y unos ojos saltones descomunales, y no digamos las orejas, descomunales y puntiagudas. A mi abuelo, cuando el médico le prohibió el vino y el embutido no le sentó nada bien. Mi abuelo salía de la fábrica de trabajar –no como obrero, no, era el dueño- y paraba en alguno de esos bares secretos y llegaba a casa con sonrisa de cocodrilo como si no se hubiera trincado media botella de vino y un plato de chorizo. Mi abuela se maravillaba de que, con lo poco que comía, no adelgazara. Hasta que un día lo pilló con las manos en la masa.

Ese día yo acompañaba a mi abuela, veníamos de una finca de frutales que tenía cerca del río. Caía la noche y no era habitual que mi abuela volviera tan tarde a casa. De pronto, frente a una taberna vieja y mugrienta, vimos el Mercedes azul celeste de mi abuelo. El pecho de mi abuela empezó a subir y bajar como una locomotora. Se tocó el pelo inmaculado, levantó la barbilla, exclamó “¡Qué caray!”, y entró en la oscuridad del bar.

Mi abuelo jugaba a las cartas con su copita de cognac y su puro en una mesa repleta de tipos duros -albañiles, obreros, labradores-, todos fumando y soltando juramentos (mi abuelo estaba en la gloria, supongo). Cuando apareció su mujer, se hizo un silencio sepulcral.
-¡Imbécil!- le espetó mi abuela.
Luego se dio la vuelta y salió por donde había venido.
Me hizo caminar a su lado a toda máquina de vuelta a casa. Estaba tan indignada que era incapaz de hablar. Para ella, imbécil era el peor insulto imaginable porque jamás decía tacos. “¡Habrase visto, habrase visto!”, repetía con el aliento entrecortado. Entonces escuchamos un claxon, el Mercedes de mi abuelo se detuvo a nuestra altura.
-¡Sube!
-¡Ni hablar! –dijo mi abuela y siguió adelante si volver la cabeza.
Ah, esos bares, donde la vida pasa.